Quien me conoce sabe que no soy muy de deportes. Ni me gusta verlos, ni me gusta practicarlos. Aunque sí es cierto que, cuando vivía en Madrid, me encantaba acercarme al estadio Vicente Calderón, vestida de colchonera y armada con un buen bocadillo de jamón, a pasar las frías tardes del invierno madrileño. Me divertía una barbaridad y la semana que tocaba jugar en casa me la pasaba pensado en el partido. Pero no puedo considerar que eso equivalga a que me guste el deporte. Porque si me pones un partido en la tele… probablemente me quede dormida a los cinco minutos escuchando la monótona voz de los comentaristas. Lo que me gustaba era la diversión, el ambiente que se respiraba al lado de Manzanares cuando una oleada de gente ataviada de camisetas y bufandas rojiblancas se iba acercando al campo. Lo que me encandilaba era el olor a emoción...
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