Hubo un tiempo en el que Karmelo C. Iribarren era poco menos que una leyenda urbana. Hablábamos de él, entre cerveza y cerveza, tejíamos complejos planes para asaltar el sanatorio de Mondragón y sacar a Leopoldo María Panero de allí y llevarlo a tomar unas cañas donde Karmelo, del que alguien nos había dicho que perpetraba aquellos poemas que tanto nos gustaban detrás de la barra de un bar. Nos encantaba Karmelo, una versión en bruto, si es posible eso, de Roger Wolfe, uno de los pocos poetas locales que habíamos podido descubrir en nuestra biblioteca municipal estirando un imaginario hilo desde nuestras lecturas de la generación beat hasta la España de los noventa. Nos habíamos hartado entonces, en aquellos últimos años de instituto, de la poesía oficial y de los planes de estudio, con los que nunca llegamos a pasar de Miguel Hernández. Era como la propia birra: sabíamos...
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