Sucede que un buen día, en algún momento de nuestra paternidad, descubrimos a nuestro padre agazapado en nuestro interior. Puede que lo encontremos en una palabra que decimos y que hacía treinta años que no oíamos, en un gesto que hacemos, en el modo de reñir a nuestros hijos o en los hábitos caseros que cultivamos. Quizá nos demos cuenta de ello en seguida, o quizá tenga que ser nuestra madre quien nos lo señale: “tu padre también siempre se sentaba así”. Pero esas palabras, que a la mayoría nos llenan de orgullo y emoción, nos revelan asimismo la triste condición del hijo, a saber, que sólo empezamos a conocer de verdad a nuestro padre cuando ya no está. Algo parecido le sucede a Mary M. Talbot, que en el funeral de su padre, abrumada por el aluvión de testimonios de personas que lo conocieron y apreciaron, constata un hecho ante el...
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