Cuando estudiaba en Salamanca algo completamente ajeno a una carrera de letras, merodeaba por los soportales de la Plaza Mayor un personaje extraño, humano y no a la vez, que asaltaba a los turistas y a los locales con unas hojas mecanografiadas al grito de “¿te gusta la poesía”? Todos, románticos perdidos, le dijimos que sí la primera vez a aquella señora, mezcla estética de la Bruja Avería y Pris Stratton, para descubrir con disgusto a continuación que aquellos poemas que vendía “por la voluntad” eran lo peor que nos habíamos echado a la cara hasta aquel entonces. Quizá fue en ese momento cuando aprendí algo que luego me ha acompañado toda la vida. No me gusta la poesía, tal cual, como no me gusta la música per se ni cualquier película. Me gustan cierta clase de poemas, de sonido y de cine. Eso, que es fácil de entender cuando...
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